Geografías | RELATO GRÁFICO

El cruce: La cordillera según Roig

Fidel Roig Matóns

Esta es la historia de un artista catalán que se enamoró de la Cordillera de los Andes. Pincel en mano, penetró lo abismal de sus recovecos, sus luces prístinas de la madrugada y la alfombra negra que sube rápida por los faldeos a la hora del ocaso. 

La empresa del cruce lo subyugó. Entendió la magnitud de lo hecho por el Ejército Libertador.

Durante veinte años, ascendió la montaña para retratar las luces, los temores y las esperanzas de los soldados de la independencia. Pasaba semanas acampando en la cordillera con todo su equipaje de artista. Puso su arte al servicio de la historia y la geografía le pasó la cuenta.

El catalán

Roig nació en Gerona, en 1885.

Provino de una familia de artistas y él lo fue por todos sus costados: músico, pintor y ebanista.

A finales de siglo, un tío suyo partió a la Argentina a hacer fortuna y se llevó a Elvira, una de sus hermanas. 

El joven Fidel leía con devoción las cartas que Elvira les enviaba desde una lejana localidad que se llamaba Mendoza. Le hablaba del sol que le daba allá, de las uvas en los campos y de la cordillera colosal. Un día, Fidel empacó y partió para esa provincia mágica de sol, frutos y montañas.

En Mendoza

Una vez en Mendoza, Fidel hizo de un cuanto hubo para vivir: impartió clases de música, de arte, de contabilidad y fue profesor de matemática.

De noche se quedaba pensando. Algo le faltaba. Le gustaba esa ciudad colonial pero también lo ahogaba un poco. ¿Con quién hablar de su arte si son todos gente de campo? Un día, conoció a una mendocina de raíz italiana y se enamoró. Elizabet, se llamaba. Roig le hablaba de sus planes y ella le sonreía. Quería pintar la realidad, pero no encontraba suficiente motivo.

Un día, ella le sopló que había un pueblo originario, los Huarpes, que vivían en torno a una laguna. Fidel se fue una temporada con ellos y se entusiasmó con lo que vio. Lo que más les gustaba es que los Huarpes vivían ignorantes de la belleza de su vida simple.

La cordillera

Acabada su investigación volvió a Mendoza. ¿Y ahora? Elizabet cambió de tema. Le habló de San Martín, del cruce de la cordillera, de los acelerados preparativos de la libertad de Chile, de las alturas aterradoras de las montañas.

Roig esa noche casi no pegó el sueño. Ahí estaba su proyecto grande: pintar la cordillera en la cordillera. ¿Sería un disparate?

Lo era, claro, pero eso más acicateaba el ánimo del catalán.

In situ

Subió una vez a las enormes montañas y se entusiasmó. Eso era lo que quería. La historia grande con el paisaje inmenso a sus anchas. La cordillera no era, claro, un taller de pintura con las comodidades del caso. Exigía una disposición total.

Debía llevar sus pinceles y telas junto a los pertrechos y víveres por las cinco a siete semanas que se quedaba allá arriba. El frío y el viento no ayudaban en nada. Secaban muy pronto la pincelada y el viento hacía temblar sus grandes telas. Desde luego, era mucho más fácil pintar en su casa en la ciudad, pero se perdía las luces y la inmensidad del in situ.

Algunas veces lo acompañaban en sus expediciones la propia Elizabet o alguno de sus hijos, pero, la mayoría de las veces, se iba solo o con un par de ayudantes. Se levantaba al alba para entender esa luz diáfana y no se detenía hasta la última luz del crepúsculo.

Se estima que Roig Matóns fue unas cuarenta veces a la cordillera y pasaba allá unas cinco o seis semanas. La suya era una campaña no menor a la de San Martín.

Su último motivo

Roig pudo ser un impresionista por su entrega total al paisaje. Le decían que usara anteojos, pero él no les hacía caso. Tendría que estar loco, respondía. Sería apaciguar la belleza, que era, precisamente, lo que el catalán quería captar hasta el último gramo. 

Sí, de eso se trataba, pero la cordillera, por su parte, no perdona. Ofrece su magnitud, pero también la cobra. Por una molestia en el ojo, fue un día al oculista, y el doctor, luego de examinarlo, le dio una noticia funesta: es demasiado tarde, el daño del sol es irreparable.

Entonces, con la última luz de sus ojos pintó al San Martín enfermo, al que lo deben llevar en camilla. Al San Martín que acaricia la cabeza a de uno de los suyos, al soldado que trastabilla.

Así, mientras Roig se sumía en la oscuridad, culminó su gran obra.