Geografías | RELATO GRÁFICO
Mirada desde el avión, la cordillera parece una mole ancha e impenetrable. Da un cosquilleo imaginar las alturas que alcanzan las montañas y los vientos gélidos que se cuelan en las quebradas.
Pero desde tiempos inmemoriales, las tribus indígenas de lado y lado, sabias de las extremidades cordilleranas y de sus leyes, lograron franquearlas y hacer comercio y cambalache.
Para esos primeros caminantes, la cordillera no era una frontera de naciones, con aduana, distintas monedas, autoridades y regímenes legales. No, la cordillera era más bien una escalera a la que se debía subir y bajar con oficio, ritos y respeto.
Se dice que el tránsito en la cordillera tuvo cinco eras: la pre inca, la inca, la de la conquista, la colonia y la época republicana. Sí, así fue, pero los senderos fueron básicamente los mismos. Solo cambió la mercadería y el espíritu de los caminantes.
Hasta que llegó el ferrocarril a Mendoza desde Buenos Aires, en 1885, la única manera de llegar a Chile, evitando el peligroso Cabo de Hornos, era cruzar la Cordillera de los Andes. El cruce se hacía en mulas y podía tardar unos siete días en verano y quince en invierno. También atravesaba la cordillera el activo comercio que existía entre las provincias cuyanas y Santiago / Valparaíso. Recordemos que, hasta 1776, las provincias de Cuyo pertenecían a la Capitanía General de Chile. Es decir, la cordillera no era un límite fronterizo.
El cruce de las altas montañas era bello, pero también muy peligroso. Un ejemplo fue el caso de Ambrosio O’Higgins. Cuando llegó a Chile, venía de atravesar la extenuante pampa argentina y, durante el cruce de la cordillera, se despeñó uno de los guías de montaña. O’Higgins padre nunca olvidaría esa experiencia. Como gobernador, mandó a construir lo que hoy se conoce como las Casuchas del Rey: una serie de refugios que ofrecían resguardo en la huella de Uspallata y Portillo.
Aún están semi en pie algunas de estas casuchas centenarias. Han soportado terremotos, nevazones y derrumbes. Hay otras que se las reconoce por un montón de viejos ladrillos coloniales a la vera del camino internacional. Son ruinas solitarias que guardan silencio sobre las vidas que salvaron del congelamiento y de la angustia.
En el viaje a Mendoza, aún se pueden ver los restos de estas Casuchas del Rey a un lado y otro lado de la cordillera.
Son construcciones del siglo XVIII y XIX que dieron refugio a notables personalidades y en muy difíciles condiciones. No entiendo bien porqué las hemos echado al olvido. Al término de la Patria Vieja, las casuchas dieron cobijo al angustiado Bernardo O’Higgins, con su madre y su hermana, que se vieron forzados a salir huyendo a Mendoza después del Desastre de Rancagua. Esto sucedió en octubre de 1814. En ese mes del año, posiblemente todavía hubiera nieve en el trayecto, lo que aumentó la aflicción de esa familia y de todas las que tuvieron pocas horas para cerrar sus casas en Santiago y partir a Mendoza.
No se tiene certeza en cuáles Casuchas se alojaron los O’Higgins, pero se supone que fue en la de Ojos de Agua, Juncal y la Cumbre. Ya en tierra argentina, la casucha de Las Cuevas le salvó la vida. Parecido fue lo que le ocurrió a José Miguel Carrera. Salió a las escapadas con un destacamento realista a la siga. El antiguo Director Supremo se había llevado caudales y papelería del gobierno chileno. A lo largo del camino internacional hay carteles que indican algunas refriegas con huestes realistas, quienes finalmente lograron recuperar el Tesoro Nacional.
También se alojaron en estas casuchas Charles Darwin, en 1835, Ignacio Domeyko, en 1838 cuando llegó a Chile y Víctor Martin de Moussy, en 1858, sumados a cientos de comerciantes, viajeros y arrieros.
Uno de los viajeros más destacados de la cordillera fue el pintor Moritz Rugendas. Influido por la vena científica de Humboldt, dejó vívidos retratos de las casuchas y de los paisajes cordilleranos. El presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento decía que “Humboldt, con la pluma, y Rugendas con el lápiz, son los dos europeos que más a lo vivo han descrito la América”.
Rugendas estuvo diez años en Chile, y cruzó la cordillera en 1837, en compañía de otro alemán que dejó la narración de lo que fue ese viaje. Con los padecimientos por el frío y un accidente que casi lo deja sin vida.
La gracia de Rugendas es que pinta los paisajes y las casuchas con belleza y meticulosidad. Tanto, que a la hora de buscar los restos de ellas, la pintura de Rugendas sirve de pauta para encontrarlas.
Rugendas y Humboldt fueron grandes amigos y se apreciaban mutuamente. Para ellos, arte y ciencia iban de la mano.
Es un lindo viaje ir a Las Cuevas y Mendoza por la cumbre de la montaña, y no por el túnel. En la cima, se pasa al pie del Cristo Redentor. La imagen del Cristo fue erigida por la iniciativa de dos mujeres, una argentina y la otra chilena, en una época en que los diferendos limítrofes habían tensionado la relación de los dos países.
No fue sencillo la materialización del proyecto. Inicialmente ambos gobiernos miraban con desconfianza un símbolo de paz, mientras aumentaban los gastos militares para una eventual guerra. Pero, unos años antes, en 1899, se produce el “Abrazo del Estrecho” y luego, los Pactos de Mayo, donde se define resolver las diferencias vía arbitrajes.
La estatua fue hecha en Buenos Aires por piezas y llevada por tren a Las Cuevas (el ferrocarril transandino se terminó de construir en el 1910, pero hasta Las Cuevas sí estaba el servicio). De ahí, el ascenso fue en mulas y debieron hacer un trineo de madera tirado por gente. No fue nada fácil transporte. Como siempre, hay vientos fortísimos en la cumbre. La estatua, con su base, mide siete metros. El día de la inauguración, en mayo de 1904, asistieron unas tres mil personas que habían llegado en mula desde Chile y Argentina. Para la ocasión, el obispo de Ancud, gran orador, dijo: “Se desplomaran primero estas montañas antes de que argentinos y chilenos rompan la paz jurada a los pies del Cristo Redentor”.
Después de la independencia de Chile, y antes de la Guerra del Pacífico, cuando de Taltal al norte el territorio era boliviano, la mina de Potosí despachaba sus metales y recibía suministros por el puerto de Cobija, hoy no más que unas pocas ruinas.
Entonces, Calama y San Pedro de Atacama eran los oasis que permitían descansar y apacentar el ganado de mulares y bovinos que atravesaba cordillera y desierto.
La altura de la cordillera, sumado a la carencia de pastos en ambos márgenes de los pasos, constituían un desafío logístico tremendo. Los arrieros sorteaban la sequedad de Atacama descolgándose por quebradas en las que hubiera algún verdor.
El pasaje de los arrieros, con sus mulares y vacunos, fue creando caseríos en las quebradas, y luego pequeñas iglesias con sus santos patrones que permanecen hasta hoy.
La Guerra del Pacífico cambió radicalmente las cosas.
La industria del salitre comenzó a crecer a cifras inimaginables. Miles de obreros llegaron a la pampa a trabajar el caliche, y para esos efectos, se levantaron ciudades en medio del desierto. El problema logístico fue tremendo. Estas poblaciones debían ser abastecidas de lo más elemental: agua y alimentos.
Curiosamente, una parte importantísima del suministro alimentario no venía de la zona central ni el sur de Chile, sino de Salta, Argentina. Y no se piense que se trataba de cosas menores. El año 1913, por ejemplo, Aduanas registró el despacho de casi 30 mil vacunos ese año. Esto, más los correspondientes mulos y caballos que acompañaban la jornada.
Los arreos debían ser hechos entre septiembre y mayo de cada año. Se llevaban no más de cien animales para no agotar las vegas de las quebradas. La cosa no era simple. Los vacunos debían ser herrados para que la larga peregrinación por el desierto no les limara las pezuñas.
Pero hay algo más…
Estoy cordillera arriba, en San José de la Vinchina (La Rioja, Argentina), buscando el paso de Almagro a Chile. En la busca me encuentro con una seguidilla de refugios cordilleranos construidos la segunda parte del siglo XIX.
La idea era ofrecer amparo al arreo de vacunos desde La Rioja a Copiapó, y en particular, a Chañarcillo. El suministro era clave para sostener la explotación de ese enorme mineral de plata en Chile, que operó desde al año 1830 hasta finales del ochenta; es decir, unos cincuenta años, y justo antes del salitre.
En Argentina, a este sendero tropero lo llaman El Paso de la Torada.
Los refugios son una obra notable. Son bellísimos; imitan el nido del hornero, pájaro que construye su casa a punta de pizcas de barro que traslada en el pico. El pajarito es capaz de sujetar su nido en un par de ramas de árbol o de postes eléctricos. Es una admirable obra de ingeniería de resistencia.